Ya está aquí la gente
de primavera.
Esa gente que vive en un
universo alternativo con forma de red de ferrocarriles y que solo
para de vez en cuando en la Tierra para repostar. Es que adorarse
tanto debe de gastar mucho combustible.
La gente de primavera son
esos dos humanos cuyo recorrido a lo largo del día consiste en
despertar con la agradable luz del sol sobre sus rostros, darse una
refrescante ducha, disfrutar del gusto de un suculento desayuno y
realizar su precioso trabajo para la sociedad, tras el cual se
dedican a la actividad que realmente los define y que no es otra que
adorarse mutuamente, premeditadamente y con alevosía.
Basta una mirada de
reojo a uno de estos individuos para identificar su especie. Sus
características físicas son: una leve inclinación de la columna
hacia el sujeto amado, ojos brillantes y más redondos de lo normal
(que en ocasiones tienden, peligrosamente, hacia el hiperbólico dibujo manga), boca levemente abierta como para soplar pompas, y
cara de pánfilo.
La cara de pánfilo es realmente lo que termina por
definir a una persona de primavera y el síntoma de esta alergia a la
sociedad moderna.
Y es precisamente esa
misma expresión la que debe alertar a las autoridades de la extensión de esta dolencia. Madres del mundo: no dejen que sus
hijos sean gente de primavera. Su bonito rostro, o interesante – o
al menos, único –, quedará irremediablemente deformado por los
signos de la estación mientras ésta y sus efectos permanezcan en el
cuerpo infectado. La primavera no solo altera la sangre, madres del
mundo, la primavera altera la cara. Algunos estudiosos proponen la
hipótesis de que la causa de este signo sea una fuerza gravitatoria
desconocida por la ciencia moderna, que emanaría del cuerpo del ser
amado y atraería al agente amante por la parte del cuerpo más
propensa a la unión, ya sea esta codo, oreja u otros, pero siempre
en unión con la pobre faz, espejo del pensamiento anulado y ya
vinculado al contrario por la tontería común.
Y a la gente que convive
con todos estos pobres afectados se le altera también el rostro, en
directa proporción, produciendo anticuerpos antiprimaverales
antipáticos, y la ya clásica y reconocida cara de amargamiento.
Encontramos, por lo tanto, una respuesta natural y quizá congénita
a la felicidad desmesurada de los enfermos de primaverismo, que
produce efectos tales como el constante constreñir de las cejas
o su relajación misteriosa, la transformación de cualquier tipo de
labios en una línea cerrada casi invisible o un tic que suena a pop,
así como fuego o amebismo en los ojos. Estas opciones dependen de si
el amargamiento es patente para el mundo o solo para el inconsciente
del individuo amargado, que mostraría una fachada indiferente hacia
la primavera y sus efectos, de cara al público y a veces también
hacia sí mismo.
Sin embargo, es
ciertamente curioso pasear por cualquier tipo de calle o avenida
arbolada, por cualquier césped superpoblado de campus universitario,
por cualquier parque sembrado de mesas de ajedrez y cacas de perro, y
encontrar una distinción tan clara entre primaverados y
antiprimaverales. Existe una guerra fría que ninguno de los
contendientes está dispuesto a admitir. Los que van en parejas
atacan mirándose con amor en su lejano tranvía del querer; los que
van solos, con maldiciones entre dientes y/o agua bendita. Y en la
Tierra solo nos quedan los efectos de su guerra interespacial: las
miradas de reojo, las risitas, las carcajadas malignas, los abrazos
que gritan pidiendo atención, la indignación de los jubilados que,
entre obra y obra, rezan una última oración por el alma del Decoro.
Pero ninguno de éstos vive en el mundo. Todos están en universos
alternativos, en trenes distintos, pero con la misma dirección.
El lugar en el que les
asalte ese breve instante de envidia venenosa que inunda ríos y
venas, de envidia por lo que hay al otro lado, en los ojos del que
ríe acompañado o en los del que ríe consigo mismo: la envidia por
amar. Envidia por amar a otro y sentirse amado, o envidia por amarse
a sí mismo, y no necesitar otro amor. Envidia, en todos los casos,
de otro envidioso.
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