Antoni Tàpies |
Siempre digo que la gente
puede resumir sus inquietudes en tres temas fundamentales, que ocupan
la mayoría de sus conversaciones y de sus pensamientos. Pues bien,
aunque yo no puedo determinar mis tres temas (considero que ésta
competencia le pertenece solo a los más allegados a una persona, y
no a ella misma), el artista sería, si tuviera que elegir,
uno de ellos. Suele aparecer cada vez que empiezo a divagar sobre
cualquier cosa y se queda durante un rato para hacerme compañía –
y aunque la reflexión sobre él no suele llevarme a conclusión
alguna, eso no evita que siga perturbándome y/o entreteniéndome.
Hoy me he encontrado con
la literatura de Sylvia Plath y, cómo no, con su biografía – o
quizá sería mejor decir su mito. Porque más allá de su
talento artístico, es evidente que su biografía interesa. Qué
dramático, qué trágico, qué fuerte. Qué vida más loca,
vamos a ver si nos interesa lo que escribió esta pobre mujer, el
producto de ese drama vivo. ¡Y además, es bueno! Pues vamos a
decírselo a todo el mundo y que lo disfruten. Y así comienza una
cadena de mitificación de la obra y, sobre todo, del artista, que va
de Sylvia Plath a Michael Jackson, que revaloriza hasta límites
insospechados el trabajo de un autor después de su muerte, y que
levanta pasiones antes muertas en todo individuo en la esfera de su
influjo.
Con esto no pretendo, ni
mucho menos, restarle importancia a la obra de los artistas que
considero mitificados – de hecho, me declaro fiel seguidora de
muchas de estas religiones –, sino resaltar la forma que tiene el
ser humano de alzar al Olimpo a los objetos de su admiración, ya
sean personas o los productos de éstas personas.
Lo que quiero decir es
que la oreja de Van Gogh era solo otro apéndice humano en su época,
hecho del mismo cartílago y la misma piel que cualquier otra, con la
diferencia de que estuvo insertada en un cráneo privilegiado y de
que a alguien, en algún momento, se le ocurrió contar por ahí su
anécdota y convertirla en cuento.
Y es curioso que en el
mismo día en que yo estaba pensando ésto, me haya encontrado
también con este texto de Tàpies:
«El
esfuerzo al que tiende mi obra consiste en recordar al hombre lo que
en realidad es, en darle un tema de meditación, en producirle un
choque que le haga salir del frenesí de lo inauténtico para que se
descubra a sí mismo y tenga consciencia de sus posibilidades reales.
No en el sentido de “vuelta a la naturaleza”, ni de desprecio
hacia los auténticos avances de la técnica, sino en el de luchar
por abolir el estado material y espiritual en el que la misma técnica
(en su acepción más general) nos tiene sumidos (…) Con mi obra
intento ayudar al hombre a superar este estado de enajenación,
incorporando a su vida de cada día unos objetos que los sitúen en
un estado mental propicio para tomar contacto con los problemas
últimos y más profundos de nuestra existencia (…) En lugar de
hacer un largo sermón sobre la humildad prefiero a veces mostrar
esta misma humildad. En lugar de hacer grandes discursos sobre la
solidaridad humana, quizás es mejor señalar un montón de infinitos
granos idénticos de arena»
(Antoni
Tàpies, «Declaraciones (1964)» en La práctica del arte,
Barcelona, Ariel, 1972)
Y se me ha ocurrido
pensar que en la misma naturaleza del artista está la condición de
charlatán.
Para que el lector
ocasional – y probablemente un poco perdido – comprenda mi línea
de pensamiento, debo aclarar que:
- Admiro al buen charlatán desde lo más profundo de mi alma.
- Mis esfuerzos académicos se han sostenido desde la infancia sobre una base de charlatanería indiscriminada.
- Les debo a las charlas y a la invención más que a cualquier libro de texto de primaria.
- Creo que todo buen charlatán es un buen artista y hace progresar a la sociedad de un modo u otro.
Y con charlatán
no quiero decir engañabobos, ni estafador, ni
mentiroso. Me refiero más bien al divagador, al enfermo de
incontinencia verbal y de pensamiento severa, al enlazador de
realidades, al trenzador de relaciones y al creador de teorías
alocadas. Si el charlatán es creíble y sus ideas se sostienen, ¿por
qué no encumbrarlo? Todo artista es, al fin y al cabo, un
comunicador, un profeta de una idea o de una propuesta; cuenta en la
medida en la que crea y viceversa. Y en esta línea del artista como
profeta, quiero conectar con mi idea anterior del mito del artista.
El artista se convierte en mito en cuanto lo identificamos como
portador de una buena nueva: su obra. Y esta identificación se hará
mucho más fácil si su vida está rodeada de un halo legendario que
nos atraiga.
Y ahora es cuando debería
llegar a una conclusión. O a algo.
Y simplemente dejaré
aquí una última impresión:
No creo que Tàpies
hablara así con sus amigos cuando fuera a tomar unas cañas y le
preguntaran por sus cuadros.
No creo que Tàpies
considerara la meta de su vida “ayudar al hombre a superar su
estado de enajenación”.
Creo que Tàpies sabía
justificar teóricamente sus propuestas admirablemente.
Y creo que todo artista
puede intentar expresar con palabras toda la locura que lleva dentro,
y probablemente el resultado sea magnífico, creíble y/o asumible.
Pero también creo que es
esta justificación del artista, y la nuestra propia sobre su
obra, lo que crea el mito de un autor, que es lo que queda de él
tras su muerte.
El autor en sí no es
inmortal, sino la imagen que de él tenemos.
Revivan a Shakespeare y
pregúntenle si era comerciante o dramaturgo, que ya se encargará
nuestro propio Shakespeare de desmentir cualquiera de sus respuestas
con la única evidencia que tenemos: que ahora es genio, fuera lo que
fuese el agente humano que lo originó.
veri gut
ResponderEliminar¡Gracias!
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