jueves, 12 de marzo de 2015

El Olimpo moderno

Antoni Tàpies

Siempre digo que la gente puede resumir sus inquietudes en tres temas fundamentales, que ocupan la mayoría de sus conversaciones y de sus pensamientos. Pues bien, aunque yo no puedo determinar mis tres temas (considero que ésta competencia le pertenece solo a los más allegados a una persona, y no a ella misma), el artista sería, si tuviera que elegir, uno de ellos. Suele aparecer cada vez que empiezo a divagar sobre cualquier cosa y se queda durante un rato para hacerme compañía – y aunque la reflexión sobre él no suele llevarme a conclusión alguna, eso no evita que siga perturbándome y/o entreteniéndome.

Hoy me he encontrado con la literatura de Sylvia Plath y, cómo no, con su biografía – o quizá sería mejor decir su mito. Porque más allá de su talento artístico, es evidente que su biografía interesa. Qué dramático, qué trágico, qué fuerte. Qué vida más loca, vamos a ver si nos interesa lo que escribió esta pobre mujer, el producto de ese drama vivo. ¡Y además, es bueno! Pues vamos a decírselo a todo el mundo y que lo disfruten. Y así comienza una cadena de mitificación de la obra y, sobre todo, del artista, que va de Sylvia Plath a Michael Jackson, que revaloriza hasta límites insospechados el trabajo de un autor después de su muerte, y que levanta pasiones antes muertas en todo individuo en la esfera de su influjo.

Con esto no pretendo, ni mucho menos, restarle importancia a la obra de los artistas que considero mitificados – de hecho, me declaro fiel seguidora de muchas de estas religiones –, sino resaltar la forma que tiene el ser humano de alzar al Olimpo a los objetos de su admiración, ya sean personas o los productos de éstas personas.
Lo que quiero decir es que la oreja de Van Gogh era solo otro apéndice humano en su época, hecho del mismo cartílago y la misma piel que cualquier otra, con la diferencia de que estuvo insertada en un cráneo privilegiado y de que a alguien, en algún momento, se le ocurrió contar por ahí su anécdota y convertirla en cuento.
Y es curioso que en el mismo día en que yo estaba pensando ésto, me haya encontrado también con este texto de Tàpies:

«El esfuerzo al que tiende mi obra consiste en recordar al hombre lo que en realidad es, en darle un tema de meditación, en producirle un choque que le haga salir del frenesí de lo inauténtico para que se descubra a sí mismo y tenga consciencia de sus posibilidades reales. No en el sentido de “vuelta a la naturaleza”, ni de desprecio hacia los auténticos avances de la técnica, sino en el de luchar por abolir el estado material y espiritual en el que la misma técnica (en su acepción más general) nos tiene sumidos (…) Con mi obra intento ayudar al hombre a superar este estado de enajenación, incorporando a su vida de cada día unos objetos que los sitúen en un estado mental propicio para tomar contacto con los problemas últimos y más profundos de nuestra existencia (…) En lugar de hacer un largo sermón sobre la humildad prefiero a veces mostrar esta misma humildad. En lugar de hacer grandes discursos sobre la solidaridad humana, quizás es mejor señalar un montón de infinitos granos idénticos de arena»
(Antoni Tàpies, «Declaraciones (1964)» en La práctica del arte, Barcelona, Ariel, 1972)


Y se me ha ocurrido pensar que en la misma naturaleza del artista está la condición de charlatán.
Para que el lector ocasional – y probablemente un poco perdido – comprenda mi línea de pensamiento, debo aclarar que:

  1. Admiro al buen charlatán desde lo más profundo de mi alma.
  2. Mis esfuerzos académicos se han sostenido desde la infancia sobre una base de charlatanería indiscriminada.
  3. Les debo a las charlas y a la invención más que a cualquier libro de texto de primaria.
  4. Creo que todo buen charlatán es un buen artista y hace progresar a la sociedad de un modo u otro.

Y con charlatán no quiero decir engañabobos, ni estafador, ni mentiroso. Me refiero más bien al divagador, al enfermo de incontinencia verbal y de pensamiento severa, al enlazador de realidades, al trenzador de relaciones y al creador de teorías alocadas. Si el charlatán es creíble y sus ideas se sostienen, ¿por qué no encumbrarlo? Todo artista es, al fin y al cabo, un comunicador, un profeta de una idea o de una propuesta; cuenta en la medida en la que crea y viceversa. Y en esta línea del artista como profeta, quiero conectar con mi idea anterior del mito del artista. El artista se convierte en mito en cuanto lo identificamos como portador de una buena nueva: su obra. Y esta identificación se hará mucho más fácil si su vida está rodeada de un halo legendario que nos atraiga.
Y ahora es cuando debería llegar a una conclusión. O a algo.
Y simplemente dejaré aquí una última impresión:

No creo que Tàpies hablara así con sus amigos cuando fuera a tomar unas cañas y le preguntaran por sus cuadros.
No creo que Tàpies considerara la meta de su vida “ayudar al hombre a superar su estado de enajenación”.
Creo que Tàpies sabía justificar teóricamente sus propuestas admirablemente.
Y creo que todo artista puede intentar expresar con palabras toda la locura que lleva dentro, y probablemente el resultado sea magnífico, creíble y/o asumible.
Pero también creo que es esta justificación del artista, y la nuestra propia sobre su obra, lo que crea el mito de un autor, que es lo que queda de él tras su muerte.
El autor en sí no es inmortal, sino la imagen que de él tenemos.

Revivan a Shakespeare y pregúntenle si era comerciante o dramaturgo, que ya se encargará nuestro propio Shakespeare de desmentir cualquiera de sus respuestas con la única evidencia que tenemos: que ahora es genio, fuera lo que fuese el agente humano que lo originó.

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