Voyeur.
(Voz fr.). 1. Persona que disfruta contemplando actitudes íntimas o
eróticas
de otras personas.
Diccionario de la Real Academia Española, 23ª Edición.
Este artículo pretende
devolver, por el breve lapso de tiempo que ocupe su lectura, la
importancia social que se merecen a los peluches.
Pensemos en una
habitación infantil, el hábitat natural del peluche. Una habitación
infantil no deja de ser una convención. No refleja más identidad
que aquella que unos padres deciden otorgarle: rosa significa niña;
coche, acción; princesa, meta. El niño no solo hereda una genética,
sino una memoria social que sus antepasados se han encargado de
aprender por él. Y más allá de las ventajas o inconvenientes en
cuanto a la identidad personal que este hecho universal pueda
comportar, dejemos, al menos por hoy, que nuestra atención recaiga
sobre los elementos que unos padres cualesquiera deciden incluir en
la vida de su hijo desde el primer momento: los peluches.
El peluche, muñeco de
felpa, suave y blandito y con rostro de intención amorosa, cumple la
función de compañero infantil. Es un amigo siempre disponible. El
infante medio encuentra en el peludo invento una solución temprana,
fácil y agradable a problemas como su egoísmo, su necesidad de
atención constante o el desarrollo de su creatividad. Personalmente,
encuentro este resultado tierno y siniestro a partes iguales.
La parte tierna de la relación peluche-niño la conocemos todos, o nos la podemos imaginar. Ha sido investigada en profundidad por nuestra faceta científica personal, de forma inconsciente, desde que comenzamos a utilizar juguetes. Es el resultado del ejercicio del poder que sobre el joven humano tiene, potencialmente, un muñeco de tela, que le promete silenciosamente una cobertura fácil de su necesidad primaria de amor/ consuelo/ atención. La base de la relación peluche-niño no deja de ser la ley de la oferta y la demanda.
La parte siniestra, en mi
opinión, es la que podría ofrecer novedades en la cuestión que nos
ocupa, y trataré de explicar mi punto de vista de la siguiente
forma:
Objetivamente, un peluche
podría considerarse la representación sin vida de un ser vivo –
vivo en el imaginario popular o en la realidad, pero vivo al fin y al
cabo. Y digo sin vida porque el término parece encajar de
forma más exacta que no-animada, de animar, de ánima o alma;
verbo que no solo implica la existencia de esta inmortalidad, sino
también de un objeto inerte que se convierte en su hogar, así como
de un agente animador que la otorga. Por lo tanto, podría ser
adecuado hablar del peluche como de una representación sin vida que,
inconscientemente, el niño anima.
¿Y no resulta esto
siniestro, en el fondo? Hablamos de una criatura poco experimentada
en las cuestiones del mundo, que se alza creadora, de la nada, de una
nueva vida que solo tiene cabida en su mente, y que absorbe cual
carroñero para gloria – y mantenimiento – de sus facultades
intelectuales. Pero, ¿no estamos conviviendo, una vez que animamos
el peluche, con un ser distinto, misterioso, dotado de vida,
completo? El hecho de que nosotros no conozcamos toda su complejidad,
¿significa que esta complejidad no exista? Y esa tela moldeada y
rellena y coloreada, ¿es realmente un ser cuya alma se me puede
atribuir, o parte de ella me la han transferido en herencia? ¿No es
entonces esa rana, ese elefante, ese conejo blanco, un ser más
antiguo y más sabio, que me vigila siempre quieto?
Ese peluche me está
mirando. Sus negras pupilas de plástico se me clavan, inquisitivas,
acechantes, expectantes. ¿Qué esperan de mí? ¿Quién me está
mirando? ¿Quién le ha permitido mirarme? ¿Qué es, y por qué no
puedo echarlo?
Y una vez que tomo
conciencia de la perversidad del peluche, de que hay unos ojos vivos
aparte de los míos en mi habitación, ya no puedo sentirme solo.
Quizá la soledad es una utopía. Pero la compañía y la observación
y el voyeurismo, ¿no van siempre de la mano?
Y, ¿no le doy yo parte
de mí mismo al peluche, ya que no dispongo de más vida que la mía
propia? ¿No se convierte, entonces, ese perrito de felpa, en yo
mismo, y no me observo yo desde fuera? ¿No soy yo juez de mí mismo,
desde lo que me han enseñado? ¿O juez de los demás, desde lo que
yo me digo?
¿Y no soy yo, en
realidad, un peluche de tela de carne, voyeur con los ojos
fijos en todas las habitaciones infantiles que conforman la vida?
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