jueves, 5 de febrero de 2015

Peluches Voyeurs


Voyeur. (Voz fr.). 1. Persona que disfruta contemplando actitudes íntimas o eróticas de otras personas.
Diccionario de la Real Academia Española, 23ª Edición.

Este artículo pretende devolver, por el breve lapso de tiempo que ocupe su lectura, la importancia social que se merecen a los peluches.
Pensemos en una habitación infantil, el hábitat natural del peluche. Una habitación infantil no deja de ser una convención. No refleja más identidad que aquella que unos padres deciden otorgarle: rosa significa niña; coche, acción; princesa, meta. El niño no solo hereda una genética, sino una memoria social que sus antepasados se han encargado de aprender por él. Y más allá de las ventajas o inconvenientes en cuanto a la identidad personal que este hecho universal pueda comportar, dejemos, al menos por hoy, que nuestra atención recaiga sobre los elementos que unos padres cualesquiera deciden incluir en la vida de su hijo desde el primer momento: los peluches.
El peluche, muñeco de felpa, suave y blandito y con rostro de intención amorosa, cumple la función de compañero infantil. Es un amigo siempre disponible. El infante medio encuentra en el peludo invento una solución temprana, fácil y agradable a problemas como su egoísmo, su necesidad de atención constante o el desarrollo de su creatividad. Personalmente, encuentro este resultado tierno y siniestro a partes iguales.

La parte tierna de la relación peluche-niño la conocemos todos, o nos la podemos imaginar. Ha sido investigada en profundidad por nuestra faceta científica personal, de forma inconsciente, desde que comenzamos a utilizar juguetes. Es el resultado del ejercicio del poder que sobre el joven humano tiene, potencialmente, un muñeco de tela, que le promete silenciosamente una cobertura fácil de su necesidad primaria de amor/ consuelo/ atención. La base de la relación peluche-niño no deja de ser la ley de la oferta y la demanda.
La parte siniestra, en mi opinión, es la que podría ofrecer novedades en la cuestión que nos ocupa, y trataré de explicar mi punto de vista de la siguiente forma:
Objetivamente, un peluche podría considerarse la representación sin vida de un ser vivo – vivo en el imaginario popular o en la realidad, pero vivo al fin y al cabo. Y digo sin vida porque el término parece encajar de forma más exacta que no-animada, de animar, de ánima o alma; verbo que no solo implica la existencia de esta inmortalidad, sino también de un objeto inerte que se convierte en su hogar, así como de un agente animador que la otorga. Por lo tanto, podría ser adecuado hablar del peluche como de una representación sin vida que, inconscientemente, el niño anima.
¿Y no resulta esto siniestro, en el fondo? Hablamos de una criatura poco experimentada en las cuestiones del mundo, que se alza creadora, de la nada, de una nueva vida que solo tiene cabida en su mente, y que absorbe cual carroñero para gloria – y mantenimiento – de sus facultades intelectuales. Pero, ¿no estamos conviviendo, una vez que animamos el peluche, con un ser distinto, misterioso, dotado de vida, completo? El hecho de que nosotros no conozcamos toda su complejidad, ¿significa que esta complejidad no exista? Y esa tela moldeada y rellena y coloreada, ¿es realmente un ser cuya alma se me puede atribuir, o parte de ella me la han transferido en herencia? ¿No es entonces esa rana, ese elefante, ese conejo blanco, un ser más antiguo y más sabio, que me vigila siempre quieto?
Ese peluche me está mirando. Sus negras pupilas de plástico se me clavan, inquisitivas, acechantes, expectantes. ¿Qué esperan de mí? ¿Quién me está mirando? ¿Quién le ha permitido mirarme? ¿Qué es, y por qué no puedo echarlo?
Y una vez que tomo conciencia de la perversidad del peluche, de que hay unos ojos vivos aparte de los míos en mi habitación, ya no puedo sentirme solo. Quizá la soledad es una utopía. Pero la compañía y la observación y el voyeurismo, ¿no van siempre de la mano?
Y, ¿no le doy yo parte de mí mismo al peluche, ya que no dispongo de más vida que la mía propia? ¿No se convierte, entonces, ese perrito de felpa, en yo mismo, y no me observo yo desde fuera? ¿No soy yo juez de mí mismo, desde lo que me han enseñado? ¿O juez de los demás, desde lo que yo me digo?
¿Y no soy yo, en realidad, un peluche de tela de carne, voyeur con los ojos fijos en todas las habitaciones infantiles que conforman la vida?


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